Juan Belmonte
Juan Belmonte García nació
Sevilla, 14 de abril de 1892, falleció en Utrera (Sevilla), 8 de abril de 1962,
llamado el Pasmo de Triana, fue un matador de toros español, probablemente el
más popular de la historia y considerado por muchos como el fundador del toreo
moderno.
Abanderó la edad de oro del
toreo junto a José Gómez «Joselito» y Rodolfo Gaona. Hasta 1920, fecha en que
el mítico hijo de Fernando Gómez «El Gallo» sufrió su fatal cogida, la
rivalidad profesional de Belmonte con Joselito hizo que la popularidad del
toreo llegara a cotas nunca vistas antes ni después en la sociedad española.
La carrera profesional de
Belmonte se desarrolló entre 1913 y 1936, año en el que se retiró
definitivamente tras dos retiradas anteriores en 1922 y 1934. En 1919 toreó 109
corridas, una cifra récord para el momento y que lo siguió siendo durante
varias décadas más.
Juan Belmonte nació en la
sevillana calle Ancha de la Feria, donde su familia tenía una modesta tienda de
quincalla. Pocos años después el establecimiento de la calle Feria es atribuido
a uno de sus tíos en las particiones de la herencia de su abuelo y la familia
se traslada al barrio de Triana, donde su padre abre una pequeña tienda en un
hueco del Mercado de Triana, un tenderete que tenían que montar todos los días
al amanecer. Los jueves trasladaban el puesto al mercadillo del Jueves. Asistió
a la escuela primaria solo entre los cuatro y los ocho años. Quedó huérfano de
madre muy pronto. De niño solía acompañar a su padre que acudía frecuentemente
a los cafés de la calle Sierpes, como el café América y el Café Madrid a jugar
al billar, mientras el solía curiosear por los alrededores.
A los once años su padre deja
de llevarlo con él a sus expediciones a los cafés y se rodea con otros chicos
de su edad, con los que formó una pandilla que, entre otras correrías
adolescentes, se dedicaba a torear clandestinamente, por las noches, en
cercados y dehesas de las afueras de Sevilla.
El diestro trianero Antonio Montes Vico era el
ídolo de la pandilla, uno de cuyos miembros era el luego conocido líder
anarquista Ángel Pestaña. Amigo de su padre fue Calderón, banderillero de
Antonio Montes, que le apadrinó en las tertulias y le allanó el camino para sus
primeras actuaciones. También le enseñó a mejorar su técnica, ya que Belmonte
fue completamente autodidacta. Posteriormente, Calderón sería miembro de su
cuadrilla durante muchos años.
Su educación en el colegio fue
muy escasa y abandonó éste a los ocho años, no obstante, con pocos años también
hizo amistad con tres hermanos tipógrafos con los que se inició en la lectura,
afición que le acompañaría durante casi toda su vida.
Vistió de luces por primera vez
a los 17 años en la plaza de toros de Elvas, en Portugal. El 21 de julio de
1912 triunfó como novillero en la Real Maestranza de Sevilla y fue llevado a
hombros hasta su casa. El riesgo que asume llama pronto la atención y comienza
a forjarse la leyenda del Pasmo de Triana. Tomó la alternativa en Madrid el 16
de septiembre de 1913 con Machaquito de padrino ese mismo día se retiraba del
toreo y con Rafael el Gallo, hermano mayor de Joselito, como testigo.
En 1914 comenzó su rivalidad
con Joselito o, como él mismo decía, comenzó la rivalidad entre gallistas y
belmontistas.
La temporada de 1917 está considerada como la
más brillante de su vida profesional. A finales de ese mismo año se presenta en
Perú, donde permanecerá un año y conocerá a su futura esposa.
En 1922 anuncia su primera retirada en Lima.
Reaparece en los ruedos en 1924.
Se convirtió en ganadero y continuó toreando
hasta el inicio de la guerra civil española (1936).
Belmonte fue trascendental para
la historia del toreo porque impuso una revolución artística en el arte de
torear. Hasta la aparición de Belmonte, torear consistía básicamente en sortear
las acometidas de los toros sobre las piernas con más o menos valor y gracia.
Su extraordinario dominio de los terrenos le permitió ejecutar el toreo de una
forma nueva, despacio y con una cercanía nunca vista. Puso en práctica los tres
tiempos de la lidia: parar, templar y mandar, a lo que más tarde agregó cargar
la suerte. Rompió con el paradigma lagartijero, considerado hasta entonces ley
natural, de «o te quitas tú o te quita el toro» y lo transformó en «no te
quitas tú ni te quita el toro si sabes torear». La idea de torear quieto se
convirtió en el deseo de todo torero, aunque con el toro de entonces no era
siempre posible, y logró culminar Manolete, que alcanzó la quietud total. En
resumen, la aportación de Belmonte fue sobre todo estética ya que su arte
revolucionario se convirtió para las generaciones posteriores en el nuevo
paradigma del clasicismo durante todo el resto del siglo XX.
Su valor y su heterodoxia,
toreando de un modo que hasta entonces se pensaba imposible, lo ilustra la
sentencia de Rafael Guerra (un matador de toros muy reconocido cuando comenzaba
Belmonte su carrera), que le acompañó durante toda su carrera: «Darse prisa a
verlo torear porque el que no lo vea pronto, no lo ve». Su épica rivalidad con
Joselito dividió a la afición en gallistas y belmontistas, algo que no impidió
que ambos fuesen grandes amigos y se profesasen respeto y admiración mutua. El
público quería verlos juntos y coincidieron en decenas de corridas durante
varios años, lo que hizo que ambos se influyesen y evolucionasen mutuamente,
configurando también de forma definitiva el futuro del toreo moderno.
Belmonte también cambió la
imagen tradicional de los toreros: se relacionó con grandes nombres de la
cultura (como Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Ignacio Zuloaga o Julio Camba), que
le agasajaban y le consideraban un verdadero artista, y adoptó sus modos e
incluso su estilo de vestir, renunciando a la coleta clásica de torero. Sin
estudios apenas pero lector empedernido (cuentan que se llevaba en sus viajes
maletas llenas de libros), su inteligencia y extraordinaria personalidad le
permitieron relacionarse con los miembros de la cultura y de la alta sociedad.
Llegaron a organizarle un homenaje, en el que Valle-Inclán pronunció un
encendido discurso en su favor. La Generación del 98, que no era en principio
nada taurina (veían en los toros un síntoma del atraso hispano), se hizo
belmontista casi al completo: más que la fiesta en sí misma, admiraban sobre
todo al héroe que veían en Belmonte. Hasta tal punto compartía Belmonte afanes e
inquietudes con ellos, que hay quien afirma que fue un miembro más de la
Generación del 98 y que solo se diferenciaba en el modo de expresarse.
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